Escenas de efímera exasperación I y II. JAVIER MARÍAS. EL PAIS SEMANAL - 07-03-2010
Escena primera. Se habrán dado cuenta de que las personas que están delante de uno en cualquier tipo de cola tardan siglos en solventar sus asuntos. Si es la de un cajero automático, se pasan larguísimo rato desentrañando los diferentes pasos que hay que dar para algo tan simple como sacar dinero o consultar un saldo, como si siempre fuera la primera vez, o bien llevan a cabo infinitas operaciones distintas, una tras otra, hasta el punto de que uno se pregunta si estarán confundiendo la pantalla con la de un vídeojuego o con el panel de una máquina tragaperras. Cuando por fin le llega a uno su turno, tarda pocos segundos en hacer lo que se proponía. Aquí cabe la duda de si medimos injustamente el tiempo propio y el de los demás, el de la actividad y el de la espera. La duda se disipa cuando uno decide intercalar otro recado y regresar más tarde, y a menudo se encuentra con que el sujeto que bloqueaba el cajero todavía permanece allí, como si estuviera ante un jeroglífico.
Escena segunda. Lo mismo, pero agravado, ocurre en la cola de una agencia de viajes o de cualquier taquilla. Parece que quienes lo preceden a uno empiecen a pensar en el recorrido que desean efectuar, en el día, la hora y el medio de locomoción, sólo una vez que ya están en la agencia o en la estación. Le llegan a uno retazos de disquisiciones sin fin, de dudas existenciales que se podían haber resuelto en casa, de perplejidades cuando la persona en cuestión se entera, allí mismo, de que a Tenerife es imposible llegar por ferrocarril y cosas por el estilo. Yo he visto tirar de mapa a las empleadas, desplegarlo ante los ojos del cliente e intentar demostrarle que entre Barcelona y Mallorca hay mar.
Escena tercera. En todas partes, y en las tiendas no digamos, existe un tipo de comprador particularmente sádico. Es aquel que va anunciando que ya está a punto de terminar sus gestiones: “Y, por último …”, suele decir. Cuando oigan eso, desesperen, porque es siempre mentira. A quien eso proclama es seguro que aún le quedan tres o cuatro consultas más. Otra modalidad es la del individuo que, cuando ya ha acabado, ha pagado y parece que se dispone a marcharse, se acuerda de algo más: “Ah, y deme también una goma de borrar”. El de la papelería busca gomas, el cliente duda, por fin se decide por una, aquél se la envuelve, se la cobra aparte, y, cuando uno cree que todo ha concluido de veras, el sádico añade: “Ah, una cosita más …” Y cuando esa cosita más ha sido servida, y envuelta, y cobrada, el torturador todavía preguntará dónde queda una calle, o dónde puede encontrar sandías por la zona, o cualquier otra cosa que ya nada tenga que ver con la tienda en cuestión. Me alegro de no portar armas normalmente, porque a estas alturas ya estaría cumpliendo varias penas por homicidio.
Escena cuarta. Lo normal es que toda compra o gestión se vea además interrumpida y alargada por un par de llamadas telefónicas, que el dependiente, cajero del banco o taquillero atenderá inmediatamente con gran solicitud. A ninguno se le ocurre que la presencia física de alguien –que ha esperado lo suyo a ser atendido– debería tener absoluta prioridad sobre una mera voz que, de hecho, se está colando con impunidad. Es al revés: el cliente que se ha tomado la molestia de desplazarse hasta el lugar será siempre postergado en favor del comodón que llama desde su casa o su móvil para preguntar cualquier sandez.
Escena quinta. Es frecuente, asimismo, que los empleados sean bisoños o ineptos y requieran la ayuda de un compañero. Por lo general ese compañero al que se recurre es el que está atendiéndolo a uno, y si éste no basta, se reclama a un tercero. Yo me he encontrado con frecuencia privado del que por fin se ocupaba de mí mientras tres de ellos se volcaban en solucionar las vacilaciones del pelma de turno. Confieso que también en estas ocasiones he deseado estrangular con mis manos, al no soler portar armas, como he dicho.
Escena sexta. Uno asiste a la conferencia o charla de un escritor, por ejemplo, al que le interesa oír. Se encuentra con que junto a él hay sentadas otras tres personas, pese a que lo anunciado no era un coloquio ni una mesa redonda. Una de ellas está allí para presentar a las otras dos, las cuales están para presentarse la una a la otra y de paso al escritor. Lo más probable es que empiecen diciendo: “Fulanito de Tal no necesita presentación …” Mal asunto, porque a continuación, y en vista de eso, enumerarán desde la fecha de su nacimiento hasta su última publicación, cuanto puede leerse en una solapa de libro o en Internet. El principal presentador del escritor saca entonces unos folios y anuncia que va a leer “algo muy breve”. Pésimo asunto, porque es garantía de que será larguísimo y aburrido y de que consumirá buena parte del tiempo destinado a la intervención del conferenciante. A veces éste tiene que tomar un tren o un avión justo después, y lo advierte, pero eso no impedirá que ninguno de los presentadores de los presentadores renuncie a sus minutos de pequeña gloria microfónica. Reconozco que en más de una ocasión mi exasperación, y las miradas al amenazador reloj, me han llevado a largarme sin oírle abrir la boca a quien había ido a escuchar.
Escena séptima. También habrán comprobado cómo una de las cosas más sencillas y rápidas a la hora de comprar algo -pagar-, se ha convertido en la más enrevesada e inacabable, lo cual explica las enormes colas ante cualquier caja registradora. Antes la gente sacaba unas monedas o unos billetes, los entregaba, recibía el cambio y se largaba sin más. Ahora la operación es complicadísima y eterna. La dependienta pasa el objeto adquirido varias veces por un hueco, para desmagnetizarlo y que no pite al salir; luego lo pasa por otro sitio para que su código de barras sea leído, por lo regular sin éxito, por lo que al final ha de teclear unos números extraños que antes debe consultar. Después le arranca trabajosamente etiquetas con un cúter. A continuación pregunta al cliente si tiene carnet del comercio en cuestión, o de socio preferente, o de puntos, o no sé qué de doble cero, y como todo el mundo tiene algo, pasa el plástico correspondiente para aplicar descuento o acumular lotería o lo que sea. El comprador saca entonces la visa, la empleada le pide el DNI, aquél no lo encuentra; cuando por fin da con él en el fondo del bolso, a menudo la tarjeta no funciona. "¿Tiene otra?", y vuelta a rebuscar. "A ver, pruebe con esta". Por fin la segunda es aceptada, y el cliente ha de desplazarse hasta una pantallita en la que debe firmar, pero la firma con frecuencia no se ve, así que a intentarlo de nuevo con pésimo bolígrafo. ¿Hemos terminado? En modo alguno. "Es para regalo", dice el comprador, y entonces se procede a envolver un escuálido CD con toda clase de lacitos y perifollos. No saben cuántas veces he dejado lo que llevaba en la mano al ver que me precedían tres o cuatro personas obligadas a pasar por este largo trance. Siempre pago en efectivo, eso que la gente ha olvidado y que en algunos países ya es hasta motivo de sospecha.
Escena octava. Si uno entra en una farmacia española, debe saber de antemano que se pasará media tarde allí. Es comprensible que alguien haga una consulta, del tipo "¿Qué me recomienda para el dolor lumbar?" Lo que ya no lo es tanto, y sin embargo sucede sin cesar, es que el comprador de cualquier medicamento explique al empleado por qué lo toma y lo necesita, cómo y cuándo se lo administra, lo que le dijo el médico al respecto, el efecto que le hace o no le hace y cómo su prima, que también lo probó, le tenía intolerancia. Si uno aguarda su turno en una farmacia, es raro que no se vea obligado a escuchar un par de disertaciones más bien deprimentes sobre eczemas, o antiastringentes, o antidiarreicos, o sobre los diversos y originales comportamientos de un cuerpo en perpetua observación. No sé cómo no hay más suicidios en el gremio de los farmacéuticos.
Escena novena. Cada vez hay más individuos con perros por las calles de las ciudades. Si digo "perros", es porque ya es menos raro el sujeto que lleva dos o tres que el que tira tan sólo de uno, como acaecía antaño por lo general. Estos dueños de perros, habrán observado, se gastan unas correas flexibles que les permiten darles a sus animales cuanta cuerda necesiten, de tal manera que, entre los muchos chuchos y las larguísimas correas, ocupan la acera entera y la convierten en una trampa mortal para los transeúntes sin bicho. Uno tropieza, se cae, con el consiguiente alboroto canino, o bien queda enredado y atrapado en una madeja que en pocos segundos lo hará sentirse como una momia vendada y quizá embalsamada.
Escena décima. Si a esto añadimos que en numerosas ciudades, pero sobre todo en Madrid, el Ayuntamiento llena las calles de malignos obstáculos (aquí un quiosco descomunal, allí unos chirimbolos, más allá mil bolardos, cinco contenedores de tamaño gigante, ochocientos andamios, vagones de cascotes, torrecillas del metro, pivotes, papeleras que nadie vacía y que rebosan porquería que cae a los suelos, máquinas de barrer que emiten un espantoso ruido y levantan más polvo del que recogen, mimos odiosos, bandas de pseudomariachis y de pésimos músicos de jazz, por no hablar una vez más de las zanjas, socavones y vallas de las infinitas obras), caminar por ellas supone jugarse la vida, o por lo menos las piernas.
Escena undécima. Tal vez por eso, y porque se ha perdido toda traza de cortesía y educación, ya casi nadie cede el paso ni tan siquiera se "estrecha" al cruzarse con alguien. La mayoría de la gente no se aparta ni desvía un ápice de su trayecto, como si los demás fueran invisibles, y lo normal es que, si no tiene uno la prudencia de hacerse a un lado, sea arrollado o reciba un topetón. No importan el sexo ni la edad de los peatones autómatas: lo mismo un joven con sus cascos de música que una señora gorda con su móvil al oído, nadie facilitará el paso simultáneo de dos caminantes, todos se limitarán a embestir.
Escena duodécima. También es cada vez más difícil adelantar a nadie. No se sabe por qué causa, una sola persona tiende a ocupar la acera entera, bien porque zigzaguea, bien porque se "ensancha" inverosímilmente, a lo cual contribuyen no poco las abultadas bolsas que todo el mundo porta. Si ya van dos o tres personas juntas, taparán la calle durante minutos como una barrera infranqueable.
Entre unas cosas y otras, yo suelo avanzar por la calzada, en permanente riesgo de ser atropellado por un coche y morir, lo más probable es que junto a un bolardo o a un perro que ladra. La verdad, no sé cuál preferiría que fuera mi última visión.
Escena primera. Se habrán dado cuenta de que las personas que están delante de uno en cualquier tipo de cola tardan siglos en solventar sus asuntos. Si es la de un cajero automático, se pasan larguísimo rato desentrañando los diferentes pasos que hay que dar para algo tan simple como sacar dinero o consultar un saldo, como si siempre fuera la primera vez, o bien llevan a cabo infinitas operaciones distintas, una tras otra, hasta el punto de que uno se pregunta si estarán confundiendo la pantalla con la de un vídeojuego o con el panel de una máquina tragaperras. Cuando por fin le llega a uno su turno, tarda pocos segundos en hacer lo que se proponía. Aquí cabe la duda de si medimos injustamente el tiempo propio y el de los demás, el de la actividad y el de la espera. La duda se disipa cuando uno decide intercalar otro recado y regresar más tarde, y a menudo se encuentra con que el sujeto que bloqueaba el cajero todavía permanece allí, como si estuviera ante un jeroglífico.
Escena segunda. Lo mismo, pero agravado, ocurre en la cola de una agencia de viajes o de cualquier taquilla. Parece que quienes lo preceden a uno empiecen a pensar en el recorrido que desean efectuar, en el día, la hora y el medio de locomoción, sólo una vez que ya están en la agencia o en la estación. Le llegan a uno retazos de disquisiciones sin fin, de dudas existenciales que se podían haber resuelto en casa, de perplejidades cuando la persona en cuestión se entera, allí mismo, de que a Tenerife es imposible llegar por ferrocarril y cosas por el estilo. Yo he visto tirar de mapa a las empleadas, desplegarlo ante los ojos del cliente e intentar demostrarle que entre Barcelona y Mallorca hay mar.
Escena tercera. En todas partes, y en las tiendas no digamos, existe un tipo de comprador particularmente sádico. Es aquel que va anunciando que ya está a punto de terminar sus gestiones: “Y, por último …”, suele decir. Cuando oigan eso, desesperen, porque es siempre mentira. A quien eso proclama es seguro que aún le quedan tres o cuatro consultas más. Otra modalidad es la del individuo que, cuando ya ha acabado, ha pagado y parece que se dispone a marcharse, se acuerda de algo más: “Ah, y deme también una goma de borrar”. El de la papelería busca gomas, el cliente duda, por fin se decide por una, aquél se la envuelve, se la cobra aparte, y, cuando uno cree que todo ha concluido de veras, el sádico añade: “Ah, una cosita más …” Y cuando esa cosita más ha sido servida, y envuelta, y cobrada, el torturador todavía preguntará dónde queda una calle, o dónde puede encontrar sandías por la zona, o cualquier otra cosa que ya nada tenga que ver con la tienda en cuestión. Me alegro de no portar armas normalmente, porque a estas alturas ya estaría cumpliendo varias penas por homicidio.
Escena cuarta. Lo normal es que toda compra o gestión se vea además interrumpida y alargada por un par de llamadas telefónicas, que el dependiente, cajero del banco o taquillero atenderá inmediatamente con gran solicitud. A ninguno se le ocurre que la presencia física de alguien –que ha esperado lo suyo a ser atendido– debería tener absoluta prioridad sobre una mera voz que, de hecho, se está colando con impunidad. Es al revés: el cliente que se ha tomado la molestia de desplazarse hasta el lugar será siempre postergado en favor del comodón que llama desde su casa o su móvil para preguntar cualquier sandez.
Escena quinta. Es frecuente, asimismo, que los empleados sean bisoños o ineptos y requieran la ayuda de un compañero. Por lo general ese compañero al que se recurre es el que está atendiéndolo a uno, y si éste no basta, se reclama a un tercero. Yo me he encontrado con frecuencia privado del que por fin se ocupaba de mí mientras tres de ellos se volcaban en solucionar las vacilaciones del pelma de turno. Confieso que también en estas ocasiones he deseado estrangular con mis manos, al no soler portar armas, como he dicho.
Escena sexta. Uno asiste a la conferencia o charla de un escritor, por ejemplo, al que le interesa oír. Se encuentra con que junto a él hay sentadas otras tres personas, pese a que lo anunciado no era un coloquio ni una mesa redonda. Una de ellas está allí para presentar a las otras dos, las cuales están para presentarse la una a la otra y de paso al escritor. Lo más probable es que empiecen diciendo: “Fulanito de Tal no necesita presentación …” Mal asunto, porque a continuación, y en vista de eso, enumerarán desde la fecha de su nacimiento hasta su última publicación, cuanto puede leerse en una solapa de libro o en Internet. El principal presentador del escritor saca entonces unos folios y anuncia que va a leer “algo muy breve”. Pésimo asunto, porque es garantía de que será larguísimo y aburrido y de que consumirá buena parte del tiempo destinado a la intervención del conferenciante. A veces éste tiene que tomar un tren o un avión justo después, y lo advierte, pero eso no impedirá que ninguno de los presentadores de los presentadores renuncie a sus minutos de pequeña gloria microfónica. Reconozco que en más de una ocasión mi exasperación, y las miradas al amenazador reloj, me han llevado a largarme sin oírle abrir la boca a quien había ido a escuchar.
Escena séptima. También habrán comprobado cómo una de las cosas más sencillas y rápidas a la hora de comprar algo -pagar-, se ha convertido en la más enrevesada e inacabable, lo cual explica las enormes colas ante cualquier caja registradora. Antes la gente sacaba unas monedas o unos billetes, los entregaba, recibía el cambio y se largaba sin más. Ahora la operación es complicadísima y eterna. La dependienta pasa el objeto adquirido varias veces por un hueco, para desmagnetizarlo y que no pite al salir; luego lo pasa por otro sitio para que su código de barras sea leído, por lo regular sin éxito, por lo que al final ha de teclear unos números extraños que antes debe consultar. Después le arranca trabajosamente etiquetas con un cúter. A continuación pregunta al cliente si tiene carnet del comercio en cuestión, o de socio preferente, o de puntos, o no sé qué de doble cero, y como todo el mundo tiene algo, pasa el plástico correspondiente para aplicar descuento o acumular lotería o lo que sea. El comprador saca entonces la visa, la empleada le pide el DNI, aquél no lo encuentra; cuando por fin da con él en el fondo del bolso, a menudo la tarjeta no funciona. "¿Tiene otra?", y vuelta a rebuscar. "A ver, pruebe con esta". Por fin la segunda es aceptada, y el cliente ha de desplazarse hasta una pantallita en la que debe firmar, pero la firma con frecuencia no se ve, así que a intentarlo de nuevo con pésimo bolígrafo. ¿Hemos terminado? En modo alguno. "Es para regalo", dice el comprador, y entonces se procede a envolver un escuálido CD con toda clase de lacitos y perifollos. No saben cuántas veces he dejado lo que llevaba en la mano al ver que me precedían tres o cuatro personas obligadas a pasar por este largo trance. Siempre pago en efectivo, eso que la gente ha olvidado y que en algunos países ya es hasta motivo de sospecha.
Escena octava. Si uno entra en una farmacia española, debe saber de antemano que se pasará media tarde allí. Es comprensible que alguien haga una consulta, del tipo "¿Qué me recomienda para el dolor lumbar?" Lo que ya no lo es tanto, y sin embargo sucede sin cesar, es que el comprador de cualquier medicamento explique al empleado por qué lo toma y lo necesita, cómo y cuándo se lo administra, lo que le dijo el médico al respecto, el efecto que le hace o no le hace y cómo su prima, que también lo probó, le tenía intolerancia. Si uno aguarda su turno en una farmacia, es raro que no se vea obligado a escuchar un par de disertaciones más bien deprimentes sobre eczemas, o antiastringentes, o antidiarreicos, o sobre los diversos y originales comportamientos de un cuerpo en perpetua observación. No sé cómo no hay más suicidios en el gremio de los farmacéuticos.
Escena novena. Cada vez hay más individuos con perros por las calles de las ciudades. Si digo "perros", es porque ya es menos raro el sujeto que lleva dos o tres que el que tira tan sólo de uno, como acaecía antaño por lo general. Estos dueños de perros, habrán observado, se gastan unas correas flexibles que les permiten darles a sus animales cuanta cuerda necesiten, de tal manera que, entre los muchos chuchos y las larguísimas correas, ocupan la acera entera y la convierten en una trampa mortal para los transeúntes sin bicho. Uno tropieza, se cae, con el consiguiente alboroto canino, o bien queda enredado y atrapado en una madeja que en pocos segundos lo hará sentirse como una momia vendada y quizá embalsamada.
Escena décima. Si a esto añadimos que en numerosas ciudades, pero sobre todo en Madrid, el Ayuntamiento llena las calles de malignos obstáculos (aquí un quiosco descomunal, allí unos chirimbolos, más allá mil bolardos, cinco contenedores de tamaño gigante, ochocientos andamios, vagones de cascotes, torrecillas del metro, pivotes, papeleras que nadie vacía y que rebosan porquería que cae a los suelos, máquinas de barrer que emiten un espantoso ruido y levantan más polvo del que recogen, mimos odiosos, bandas de pseudomariachis y de pésimos músicos de jazz, por no hablar una vez más de las zanjas, socavones y vallas de las infinitas obras), caminar por ellas supone jugarse la vida, o por lo menos las piernas.
Escena undécima. Tal vez por eso, y porque se ha perdido toda traza de cortesía y educación, ya casi nadie cede el paso ni tan siquiera se "estrecha" al cruzarse con alguien. La mayoría de la gente no se aparta ni desvía un ápice de su trayecto, como si los demás fueran invisibles, y lo normal es que, si no tiene uno la prudencia de hacerse a un lado, sea arrollado o reciba un topetón. No importan el sexo ni la edad de los peatones autómatas: lo mismo un joven con sus cascos de música que una señora gorda con su móvil al oído, nadie facilitará el paso simultáneo de dos caminantes, todos se limitarán a embestir.
Escena duodécima. También es cada vez más difícil adelantar a nadie. No se sabe por qué causa, una sola persona tiende a ocupar la acera entera, bien porque zigzaguea, bien porque se "ensancha" inverosímilmente, a lo cual contribuyen no poco las abultadas bolsas que todo el mundo porta. Si ya van dos o tres personas juntas, taparán la calle durante minutos como una barrera infranqueable.
Entre unas cosas y otras, yo suelo avanzar por la calzada, en permanente riesgo de ser atropellado por un coche y morir, lo más probable es que junto a un bolardo o a un perro que ladra. La verdad, no sé cuál preferiría que fuera mi última visión.
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